La violencia de género es un flagelo que padece una parte mayoritaria de nuestra sociedad y que, a la vista está, requiere el compromiso del conjunto de la comunidad para su erradicación. Un total de 233 femicidios fueron cometidos, y hubo otros 425 intentos, en distintos puntos del país durante 2022, según un informe difundido esta semana por la organización Mujeres de la Matria Latinoamericana (MuMalá). Del total, 194 casos fueron directos, 9 vinculados de niñas/mujeres, 21 vinculados de niños/varones y 9 trans/travesticidios.
Las relaciones asimétricas entre el varón y la mujer persisten en muchos ámbitos de nuestras vidas y relaciones, y es imprescindible reconocer la existencia de ese conflicto para avanzar con propuestas que ayuden a resolverlo.
Está claro que esos conflictos muchas veces derivan en delitos y que el Estado debe garantizar a las mujeres y niñas que padecen cualquier tipo de violencia una asistencia integral, gratuita y accesible.
Pero, además, debemos reparar en el papel fundamental que debe cumplir la educación pública en la construcción de una sociedad más justa e inclusiva, buscando eliminar las relaciones desiguales de poder que afectan la vida, la libertad y la dignidad de muchas mujeres que sufren este flagelo.
Son los ámbitos educativos donde nuestros niños y jóvenes se forman no solamente en conocimientos formales sino también en valores sociales los lugares donde deben comenzar a forjarse las ideas de valoración de todos los integrantes de la sociedad, la riqueza que implica la diversidad y el necesario respeto que merecen todos los seres humanos más allá de nuestras diferencias.
Solo modificando el pensamiento y las estructuras valorativas de nuestras generaciones venideras y dejando de lado el machismo que hasta aquí ha caracterizado a la sociedad argentina es como podremos vislumbrar un futuro en el que las mujeres sean respetadas y valoradas. Y ello, como quedó dicho, es una cuestión cultural y donde las estructuras educativas formales deberán jugar un rol fundamental.