No deja de ser una situación paradójica y contradictoria: desde que la Organización Mundial de la Salud declaró pandemia al coronavirus, el foco de atención está puesto en los profesionales de la salud y los que atienden la emergencia. Destacados por la mayoría como “héroes anónimos”, también son vistos por algunos como posibles propagadores de la enfermedad y, por este motivo, comenzaron a conocerse historias de escraches a estos profesionales.
Médicos, enfermeros, empleados de farmacias son, en muchos casos, aplaudidos en las noches por los vecinos por su trabajo para contener el avance de la enfermedad, pero puertas adentro (sobre todo en edificios o espacios comunes) son repudiados por quienes viven cerca y los ven como una amenaza.
Los aplausos estimulan, reconocen, dan aliento. Los escraches expresan lo contrario: agresividad, discriminación, ignorancia. Son un ejercicio de la hostilidad, la cobardía y el egoísmo. Albergan, como si fuera poco, un absurdo contrasentido, agrediendo a quienes esperamos que nos salven y se jueguen por nosotros.
Recién cuando pase la pandemia, podremos vislumbrar claramente si fuimos una sociedad que supo ser solidaria, razonable y digna frente a la arrasadora amenaza de un virus desconocido o si, por el contrario, fuimos doblegados por el miedo y nos convertimos en seres más egoístas, intolerantes y sin una pizca de empatía.
Lo positivo es que aún estamos a tiempo de pensar en esa doble posibilidad y de hacer lo necesario para que la racionalidad, la responsabilidad, la sensibilidad y el humanismo sean nuestras cartas de presentación cuando, en el futuro, se recuerde al Covid-19.
Los especialistas afirman que las pandemias, como las guerras, estimulan los autoritarismos, la intolerancia, la discriminación, los egoísmos y la tentación fascista del escrache. Es fundamental que, en medio de la angustiante circunstancia que nos toca enfrentar, podamos ser más humanos con el prójimo, ya que este se encuentra en la misma situación que nosotros.