Vivir en la Argentina parece ser una condena a permanecer en la inestabilidad. Incluso, podríamos decir que ese fenómeno se encuentra ínsito en nuestro ADN desde el mismo inicio de nuestro país. Aquellos primeros pasos eran lógicamente variantes, propios de cualquier organización o incluso persona que empieza a transitar el camino de la existencia, sin embargo el correr de los años no ha demostrado que hayamos aprendido a caminar con paso firme y seguro. En ese sentido, quienes han conducido nuestros destinos –y la sociedad civil con sus aportes también- han contribuido, a veces por imperio de las circunstancias y otras por incapacidad para dirigir y convivir, a que quien vive aquí muy pocas veces sepa fehacientemente con qué se va a encontrar al otro día, como si permaneciera en el país del “todo es posible”. Debemos reconocer que en esa sensación cumplen un rol fundamental los cambios constantes y la falta de confianza que ha vivido –y vive- nuestra sociedad, además del cimiento fundacional y pernicio
so de que aquí las reglas no se cumplen como en otros países. Esa permanente incertidumbre lleva indefectiblemente al desamparo. Quien la padece no puede planificar, debe detenerse en cálculos y formular hipótesis frente a todo lo que puede pasar (que es cualquier cosa) para, finalmente, paralizarse. Así, vivimos en una inseguridad cotidiana, con ásperas relaciones sociales y con una calidad de vida que va deteriorándose constante e indefectiblemente. Y cuando la mirada se vuelve cada vez más estrecha y se enfoca solo en los problemas del día, las grandes ideas y las realizaciones que dan sentido a la vida humana quedan soslayadas. Desde la perspectiva psicológica es cada vez más perceptible la relación entre la desestructuración institucional y la del sujeto, ya que no hay marcos de referencia para una orientación razonable y previsible. Lo que le pasa a los países le pasa a sus habitantes, y viceversa, y muchas veces eso constituye un pernicioso círculo vicioso del que es muy difícil salir