En 2014, la película de Damián Szifrón se convirtió en un fenómeno cinematográfico para nuestro país.
La obra recopila seis historias ficticias pero que bien podrían ocurrir en la realidad actual argentina. Así, se veían los resultados generalmente agresivos que generaban situaciones cotidianas como una discusión de tránsito, un accidente o una multa por mal estacionamiento. Todas las historias relatadas en la película tienen una resolución violenta.
Según el propio director, los seis relatos que integran el film “tomaban situaciones conflictivas de la cotidianeidad, esas a las que yo mismo he estado expuesto y que como ciudadanos comunes reprimimos tras medir el costo-beneficio de una acción, optando por ser menos impulsivos y no responder a las agresiones externas”.
Los argentinos vivimos en una sociedad violenta. Tan es así que es una de las pocas cosas en la que prácticamente todos los argentinos coincidimos.
Cualquier situación de la vida, desde las más trascendentales hasta las nimiedades más secundarias, sirven para que la agresividad haga acto de presencia. Incidentes en nuestra preocupante actualidad vial, discusiones políticas, religiosas o futbolísticas, relaciones de pareja o familiares, todo sirve para que las posiciones encontradas deriven –indefectiblemente- en palabras subidas de tono, descalificaciones, cuando no en violencia física.
Los análisis psicológicos y sociológicos del fenómeno transitan caminos que van desde las constantes frustraciones que vivimos los argentinos a diario hasta una condición innata relacionada con nuestra cultura latina, considerada más crepitante que otras con las que habitualmente nos comparamos.
Los hechos muestran la violenta realidad que vivimos los argentinos, en las películas y fuera de ellas. Como bien dijo Szifrón, los ejemplos de su film y los que a diario vemos en cualquier calle argentina vienen a demostrar “la difusa frontera que separa a la civilización de la barbarie”. Peligrosamente, pareciera que nos seguimos acercamos demasiado a la segunda.