De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), en los años de la pandemia por COVID-19 los casos de ansiedad y depresión aumentaron en más de un 25%; siendo la salud mental de las mujeres y los jóvenes la más afectada. El incremento de los niveles de estrés se explica por varios factores: limitaciones para trabajar y socializar, sentimientos de soledad, preocupaciones financieras, agotamiento y miedo a la infección o a la muerte de los seres queridos son tan solo algunos.
Con un aumento en la cantidad de consultas recibidas por psicólogos y psiquiatras durante los últimos años, frente a este contexto también se registró un crecimiento sostenido en el consumo de psicofármacos; de acuerdo con datos de la Confederación Farmacéutica Argentina.
Hoy por hoy, se cree que más de 10 millones de argentinos consumen psicofármacos (clonazepam, alprazolam, lorazepam y diazepam) y otro dato resulta llamativo y preocupante: casi dos millones de esos consumidores se sumaron a esa conducta en los últimos dos años. Según afirman los especialistas en la materia, quienes usan (y abusan) estos medicamentos, lo hacen con la ilusión de combatir la depresión, la ansiedad y la angustia, habituales y temidos fenómenos del mundo actual.
Las crisis económicas y sociales que atraviesa nuestra sociedad y la necesidad de ponerle orden a contextos de incertidumbre, estrés, redoble de la exigencia laboral y ansiedad, son solo algunas de las causas que llevan a muchos argentinos a buscar una respuesta en estos químicos. Claro, respuesta no siempre es igual a solución.
En tiempos en que la intolerancia a la frustración se ha extendido entre la población nacional, la argentina parece haberse transformado en una sociedad que medica sus sentimientos. A la luz de las cifras y de las explicaciones médicas, actualmente somos una comunidad que no sabe, no quiere o no puede lidiar con el dolor y las inclemencias propias de nuestra coyuntura. Y busca la panacea en medicamentos, con todo lo riesgoso que eso es.