La vida comunitaria en nuestro país se agita y revuelve, quizás desde la constitución misma de nuestra sociedad, movida por una especie de marea incesante, y sus golpes contra la rompiente son casi siempre violentos. Ese fenómeno es impulsado por prejuicios, resentimientos, revanchismos, intolerancia, imposibilidad de escuchar, contemplar y considerar a quien piensa, decide o elige de manera diferente.
El deseo de poder, de hegemonía, de posesión, es en muchos argentinos –sobre todo quienes tienen poder de decisión comunitaria, pero en ciudadanos comunes también– ambición voraz e inclemente, y desplaza al reconocimiento del otro como aceptación, como consenso en el disenso, como posibilidad de negociación.
Como si ello fuera poco, nos hemos convertido en un “país de culpables” (para unos y para otros, depende quien eche las culpas) y bien se sabe que en un lugar donde la “culpa” siempre la tiene el otro, la responsabilidad propia brilla por su ausencia. Esto es, siempre buscamos responsabilizar a alguien más de nuestros pesares o falencias, nunca o muy pocas veces observamos autocrítica. Así las cosas, el enfrentamiento, la sospecha, el resentimiento, el rechazo, la intransigencia, el sectarismo, el fanatismo son el pan nuestro de cada día. Un pan que no nos alimenta, más bien lo contrario.
Las energías individuales y colectivas se despilfarran día a día en ese estilo de vida y de vinculación, al que se procura justificar o disfrazar bajo autoelogios como los que dicen que somos “apasionados”, “creativos”, “vitales”, y bajo la convicción de que “nos merecemos” otra cosa, como si el merecimiento fuera cuestión de deseo y no el punto de llegada de una manera de vivir y actuar.
Vivir siempre al borde del naufragio no parece ser un buen escenario para una comunidad. En este barco que es nuestro país todos debemos aportar para llegar a buen puerto. Y, en esa inteligencia, pensar que si el buque se hunde todos nos hundiremos con él es una buena imagen para comenzar a desarrollar nuestra tarea.