Si hay algo que caracteriza a estos tiempos en la sociedad argentina es la falta de una habilidad, destreza o conocimiento, fundamental para el diálogo y las relaciones humanas: la escucha proactiva. Todos y cada día, los argentinos no nos escuchamos… la gente, los políticos, las familias, los poderes del Estado, las instituciones. En ese marco, el poder político partidario pareciera ser el más sordo, incluso los integrantes de un mismo espacio solo se permiten escucharse a sí mismos.
La mayor parte de las personas no escuchan con la intención de comprender, aprender y entender, sino para responder. Escuchar, en forma empática, conduce a poseer, necesariamente, virtudes tales como paciencia, tolerancia, humildad, sabiduría. Hoy, en nuestro país, observamos comportamientos casi antagónicos. ¿Cuánto tiempo tardamos en interrumpir el diálogo del que habla o cuánto es el tiempo que tardamos en contestar? No somos conscientes de cuán frecuente y agresivo a la vez es interrumpir, convencidos de que lo nuestro es lo más importante, la verdad revelada. Interrumpir indica poco respeto hacia la otra persona, lo mismo preparar la refutación apenas la otra persona cesa su discurso. Desde ese punto se interpreta la realidad, como absoluta, y no importa cuánta verdad tenga el llamado así adversario y no interlocutor. Somos dueños de la verdad, jueces de la verdad.
Adaptarlo todo a una idea preconcebida y la internalización de conceptos y enfoques que se convierten en verdades absolutas, bloquean la posibilidad de aceptar criterios diferentes. Y eso conspira en contra de la riqueza de visiones dispares. Las discusiones, descalificaciones, agresiones, la búsqueda del conflicto y no del entendimiento a las que a diario nos donamos los argentinos, demuestran cuán difícil es entender y comprender al que piensa distinto.
La pregunta es si puede haber un crecimiento, un desarrollo, una evolución de ideas, un aprendizaje, una superación, planteado desde este punto. La respuesta es “no”.