La revuelta contra el racismo y la brutalidad policial en Estados Unidos por la muerte del afroamericano George Floyd ya tiene ramificaciones en todo el mundo.
El racismo es parte de la historia de ese país desde los tiempos de las trece colonias, cuando la esclavitud fue la base que permitió el desarrollo acelerado de esa nación. Con el correr del tiempo, organizaciones criminales propulsoras de la supremacía blanca perpetraron linchamientos, asesinatos, violaciones de mujeres e incendios de iglesias, escuelas, residencias y comunidades de afronorteamericanos. Si bien hoy las cosas cambiaron, la realidad muestra que el flagelo aún no ha sido erradicado.
No obstante, en Argentina también han existido y existen conductas de discriminación relacionadas con las características étnicas o el origen nacional de las personas. Así, se han difundido términos y conductas para discriminar a ciertos grupos de población, en especial a aquellos denominados “negros”, un grupo que en nuestro país no se encuentra claramente definido, pero que se asocia, aunque no exclusivamente, con personas pertenecientes a la clase baja, los pobres y los excluidos, y más recientemente con la delincuencia y la inseguridad.
Antiguamente, “gallego”, “tano”, “turco” y “ruso” poseían connotaciones peyorativas; hoy bolivianos, chilenos, paraguayos y peruanos son objeto de actitudes prejuiciosas y hasta agresivas en nuestro país, siempre basadas en visiones sesgadas.
Incluso en San Rafael el hecho de pertenecer a una barriada o presentar una vestimenta determinada lleva a que otra parte de la sociedad etiquete a sus vecinos, muchas veces de forma injusta.
El racismo, la discriminación y sus secuelas de pobreza, marginación y arbitrariedad del poder son incompatibles con la construcción del futuro. Cuando se consagran como eslogan universal las últimas palabras de George Floyd, “No puedo respirar”, es que la dolencia es de una gravedad extrema. Y lo peor es que el fenómeno, como se ve, se presenta en cada rincón del planeta.