En general, la calidad de la democracia depende del buen funcionamiento de sus instituciones de gobierno, de los partidos políticos y de la participación ciudadana, entre otros factores. En este escenario, la República Argentina es un estado que adopta para su gobierno la forma representativa, republicana y federal, como se explica en la Constitución. Es representativa porque gobiernan los representantes del pueblo; es republicana pues los representantes son elegidos por el pueblo a través del sufragio y porque existe la división de poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, a la vez que se adopta una Constitución escrita; y es federal porque los Estados provinciales conservan su autonomía, a pesar de estar reunidos bajo un Gobierno nacional. Según el manual de lo que debería ser, los tres poderes se controlan unos a otros para garantizar la descentralización del poder.
Ahora bien, lo que no se ha creado aún es un sistema de evaluación que permita medir con seriedad la labor de los integrantes de los poderes estatales. Alguien podrá decir que, para el caso de los Ejecutivos y Legislativos, la manera de evaluar sus actuaciones se encuentra en el voto ciudadano, cosa que no siempre es así, puesto que allí no existe una “objetividad” en la medición de sus buenas o malas gestiones. En los Poderes Judiciales la situación es peor aún, puesto que no solo sus integrantes ni son elegidos por el pueblo ni este tiene un mecanismo directo para controlar la eficacia –y mucho menos decidir que esos funcionarios dejen sus lugares a otros– de quienes están llamados a, ni más ni menos, aplicar la ley e impartir justicia entre los argentinos.
Más allá de las evaluaciones que el ciudadano de a pie practica a la hora de elegir a sus representantes en los poderes estatales (a los que puede elegir), parecería ser necesario en estos tiempos implementar la obligatoriedad de la rendición de cuentas periódica de esos funcionarios públicos. Así, la política y sus instituciones volverían a acercarse un poco a la ciudadanía.