Días atrás, en este mismo espacio y al analizar la muerte de Fernando Báez Sosa (19) quien pereció tras ser golpeado salvajemente por un grupo de jóvenes a la salida de un boliche en Villa Gesell, decíamos que, más allá de las particularidades del suceso, el mismo parecía ser una muestra más de la violenta sociedad en la que convivimos los argentinos.
El clima social anómico e inseguro, las relaciones familiares con carencia de afecto y estabilidad y el ambiente agresivo generalizado que caracterizan nuestra actualidad son, entre otras, las causales de un fenómeno que hoy se ha extendido preocupantemente entre nosotros y cuyos feroces tentáculos afectan a una parte mayoritaria de nuestro tejido social.
Tanto los protagonistas directos de la violencia como quienes son testigos de esas circunstancias nos hemos acostumbrado a vivir situaciones interpersonales que están signadas por el abuso y la intimidación y que, para colmo de males, hasta nos estimulan el desarrollo de una doble moral para (cuando le conviene a nuestra lógica o postura) aceptar y hasta justificar la agresión.
El periodista Nicolás Lucca publicó tiempo atrás el libro “Te odio. Anatomía de la sociedad argentina”. Allí, estima que “el argentino primero odia, luego existe y por último piensa”. La tesis de base del libro es que a nadie le importa aquí la convivencia, pese a las retóricas en contrario, sino la hegemonía, entendida como imposición unilateral contra algún enemigo. Hoy, ese “enemigo” del que habla Lucca es el resto de la sociedad: cualquier circunstancia puede llevarnos a enfrentarnos profundamente, y de allí a la agresión verbal y física cada vez hay menos espacio.
Más allá de la consternación que estos actos generan y la desesperación que nos gana ante la sucesión de los mismos, no debemos olvidar que la violencia jamás se aplaca con más violencia y que todas las expresiones agresivas conspiran en contra de la recuperación de una sociedad que por estos días se muestra mayoritariamente enferma.