Según estimaciones del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia en Argentina, a fines de este año habrá en nuestro país 700 mil niños, niñas y adolescentes más que habrán caído en la pobreza. En total, para fines de 2020 habrá más de 7,7 millones de niños y adolescentes que vivirán en la pobreza. Para que quede más claro aún: casi seis de cada diez niñas, niños y adolescentes serán pobres dentro de seis meses.
A las precarias circunstancias que ya rodeaban a la mayoría de los integrantes de esas franjas etarias antes de la pandemia debido a las desigualdades estructurales que presenta nuestro país desde hace décadas y que se radicalizaron en los últimos años, ahora se sumaron nuevos inconvenientes, como el hacinamiento (que aumenta el riesgo de contagios), la creciente inseguridad alimentaria, el cierre de las escuelas, la falta de conectividad digital para gran parte de la población y, sobre todo, para los más pobres, la ausencia de controles de salud, la imposibilidad de cumplir con los calendarios de vacunación, el aumento del estrés y la violencia al interior de las familias, entre otros.
En este contexto, el desarrollo integral de nuestros niños, niñas y adolescentes –y, por tanto, de las generaciones que habitarán y dirigirán nuestro país en el futuro– está en riesgo.
Más allá de discusiones filosóficas que ya casi no tienen sentido (como si la Asignación Universal por Hijo es ayuda necesaria o simple populismo), las medidas de contención social dirigidas a los sectores más vulnerados aparecen como un elemento clave para garantizar la subsistencia de los millones de hogares con niños y adolescentes en nuestro país.
Así como una parte importante de la sociedad solicita y hasta exige ayudas del Estado para atravesar la coyuntura que impuso el coronavirus, debe quedar claro que hoy por hoy las vidas –no los patrimonios– de millones de niñas, niños y adolescentes estarán signadas por más desigualdades y vulneraciones en sus derechos si las políticas públicas no acompañan su desarrollo.