Para la pensadora alemana Hannah Arendt, el sentido de la política es la libertad y, en ese sentido, consideraba que los que detentan el poder pueden sentirse libres porque hacen lo que quieren y como quieren, pero no están entre iguales. En su ensayo “La promesa de la política”, Arendt recuerda que igualdad es más que paridad ante la ley: es igualdad de derechos para la actividad política entendida como una vinculación en la cual el diálogo, el respeto por la verdad del otro y la coherencia entre la palabra y los actos resultan fundamentales.
La política no es un fin en sí mismo, sino un medio para un fin que la trasciende, subraya Arendt. Debe garantizar la supervivencia de los ciudadanos (entendamos esto como acceso al trabajo, la alimentación, la salud y la educación) para que, a partir de ahí, cada uno pueda labrar un mínimo de felicidad en su paso por la vida. Cuando no cumple con esta promesa, solo quedan la desesperación o, peor, la creencia en dirigentes siniestros o autoritarios, quienes siempre podrán argumentar que su poder es legítimo porque lo obtuvieron a partir del voto, como si la democracia se redujera solamente a las elecciones.
Tanto la mala praxis como el abuso de la mala fe en su ejercicio terminan por generar desprecio hacia la política y la convicción de que esta es, a lo sumo, un mal necesario. Y tanto el apoliticismo (del que muchos se enorgullecen pero es solo una señal de ignorancia) como la práctica perversa acaban por producir los resultados opuestos a los que la política promete desde su misma razón de existir.
Quienes hoy ejercen esta actividad humana esencial, demasiadas veces evidencian astucias desvergonzadas, vanidades, apetencias angurrientas de poder y urgencias por alcanzar impunidad. Así, la política, vaciada de su sentido y olvidado su propósito es, apenas y lamentablemente, una pugna por tomar decisiones en las que el beneficio propio siempre se encuentra por encima del originalmente buscado bien común.