Más allá de nuestras obvias diferencias e individualidades, los seres humanos solemos compartir, en general, algunos rasgos o conductas. La actitud frente al avance de la pandemia de Covid-19 ha generado en muchos países reacciones similares por parte de sus poblaciones: primero, la observación de la aparición de una enfermedad novedosa pero que “nunca va a llegar aquí”, luego la preocupación ante los efectos de su propagación y finalmente la adecuación a las medidas que las autoridades disponen una vez que –en este caso– el virus se encuentra en sus territorios para evitar la afectación a la salud pública.
En Argentina estamos transitando la segunda y la tercera etapa. Con una cuarentena que ya va a cumplir un mes, la adaptación lógica a este moderno escenario nos muestra imágenes que hasta hace un mes eran impensadas. Los efectos finales de esta coyuntura son difíciles de prever, pero es un hecho que el futuro deparará una realidad bien distante a la que vivíamos antes del coronavirus, en varios aspectos.
La realidad nos ha evidenciado, con su peor cara, que sigue su curso con independencia de nuestra voluntad y que el difícil momento requiere de un esfuerzo conjunto. Las decisiones dirigenciales y las responsabilidades individuales que se juegan frente a esta contingencia resultarán decisivas para retomar de forma efectiva el camino hacia el bien común.
Ahora que ya sabemos que el Covid-19 no es solo una cuestión de los chinos, o de los italianos o de los que viajan a Europa, debemos entender que –como en otros aspectos sociales que nos interpelan, como la pobreza, la exclusión, la discriminación– el reconocimiento del “otro” como un sufriente debe ser un sufrimiento para nosotros mismos. Ya está demostrado –hoy más que nunca– que no existe la salvación individual. De ahí que ya sea hora de asumirnos finitos y nada omnipotentes, y de promover iniciativas altruistas que nos permitan volver a participar de una acción coordinada y comprometida de afrontamiento de lo que nos pasa. A todos.