Menos culpas y más consensos

En nuestro país, habitualmente –y sobre todo en épocas de crisis como esta– existe una tendencia generalizada a poner la culpa de los pesares que nos afectan como sociedad en algún «otro». Esa predisposición a ver la paja en el ojo ajeno tiene, consciente o inconscientemente, el objetivo de depositar la responsabilidad de lo malo en alguien más para, en definitiva, exonerarnos de la propia.
Herencias recibidas, ineptitudes a la hora de ejercer el poder, corrupciones e incapacidades varias son, entre otros, los argumentos de los que los argentinos echamos mano cada vez que queremos culpar a los demás de lo que nos pasa a todos. Eso sí, las herencias, las ineptitudes, las corrupciones y las incapacidades nunca son propias. Jamás.
De esa forma, una sociedad y un sistema político en el que casi todos consideran que los demás son culpables de los principales problemas que deberían solucionarse en conjunto y protegiendo a los más débiles constituye una expresión palmaria de que los mecanismos institucionales formales e informales funcionan pésimamente en la Argentina.
Esto no tiene que ver con distintas maneras de ver o evaluar la realidad o las decisiones dirigenciales a tomar –o no solo con ello–, sino con la ausencia de una infraestructura básica para debatir, elaborar, implementar y monitorear políticas públicas consistentes, coordinadas y sustentables para desarrollar un país que lleva décadas desperdiciando oportunidades.
Es imprescindible romper este círculo vicioso asfixiante y decadente y en ese sentido debería ir nuestra comunidad y, sobre todo, nuestra dirigencia. Consensuar en serio acuerdos fundamentales, con entrega y humildad, sería un primer paso para evitar la angustia que recurrentemente nos agobia al caer en la cuenta de que vivimos en un país donde nadie es responsable ni mucho menos culpable de las cosas que hacemos mal y que nos llevan a estar como estamos.