Las crisis económicas suelen despertar algunas discusiones que en momentos de equilibrio ni siquiera serían tomadas como serias.
En el marco de las profundas necesidades económicas y financieras que padece una porción demasiado importante de las familias argentinas, muchos de sus integrantes más jóvenes hoy se debaten frente a la cruel encrucijada entre estudiar y trabajar.
Históricamente, no todas las familias han podido brindarles a sus hijos la posibilidad de una formación académica, pero en la actualidad esa circunstancia negativa se ha extendido socialmente, ya no como una opción sino muchas veces de forma obligatoria. Y más allá de aquellos grupos familiares que no pueden brindar esa posibilidad formativa a sus integrantes más jóvenes, existen otros en los que se plantea que la actividad laboral es prioritaria respecto a la educación en la inteligencia de que las necesidades de subsistencia deben ser afrontadas generando ingresos (aunque sean menores) en el corto plazo y no apostando a una mayor capacitación a futuro. Esta idea también ha llegado a la clase dirigente y varios de sus integrantes la sostienen como verdad absoluta.
Sin embargo, el resto del mundo –sobre todo el desarrollado– parece desmentir esta última posición, ya que pone a la educación y a la ciencia como pilares fundamentales del desarrollo integral (no solo económico, aunque lo incluye) de las comunidades. Entidades como la Unesco o el Banco Mundial, entre otros, aseguran –basados en estudios incontrastables y desapasionados– que “la educación y el capital humanos son los instrumentos más poderosos para reducir la pobreza y la desigualdad, y sientan las bases del crecimiento económico sostenido”.
Por encima de las urgencias coyunturales, la educación es una herramienta central para la transformación de las sociedades y de sus estructuras productivas, y es solo mediante ella –más allá de algunas pocas románticas excepciones– que los postulantes pueden posicionarse mejor para acceder a los cada vez más escasos espacios laborales.