Las expectativas son las conjeturas que hacemos las personas respecto a lo que puede ocurrir en el futuro más o menos inmediato. Por ejemplo, podemos considerar que «este año las cosas estarán o no mejores», o que «podremos o no concretar tal o cual proyecto». Claramente estas expectativas no tienen, en general, apoyo en información estadística, sino más bien en «corazonadas» o nuestra experiencia previa.
En este sentido, los empresarios, que por lo general arriesgan cifras más elevadas que los consumidores individuales cuando van a realizar una inversión, muy probablemente sean más cautos que aquellos, a la vez que –a diferencia de los consumidores– no necesariamente están «obligados» a efectuar desembolsos. Así, la inversión es más volátil que el consumo.
Justamente, esta «volatilidad» de la inversión es la que explica –al menos en gran medida– los ciclos económicos. Cuando «las expectativas» son confusas o directamente negativas, especialmente para los empresarios, la inversión decae y su disminución implica también una menor capacidad en todo sentido de producción.
Es claro que, más allá de las decisiones gubernamentales correctas en diferentes áreas de política económica que puedan contribuir a bajar la inflación y/o elevar la producción y el empleo, una medida por demás eficaz y “barata” es crear “expectativas favorables”, en términos de dar tranquilidad a la sociedad, asegurando el respeto a los derechos de propiedad, la libertad de comercio, el diseño de una imposición equilibrada y razonable, y otras que, plenamente insertas en las prescripciones constitucionales, le den certidumbre a los empresarios y consumidores de que las reglas de juego están para cumplirse y que el Estado sea garante de los derechos de todos y no el factor desencadenante de la conculcaciones de esos derechos, con efectos retroactivos en numerosas oportunidades, además, y obvias consecuencias devastadoras sobre la economía.