Tiempo atrás, y en el marco de las habituales discusiones dicotómicas a las que nos donamos los argentinos, el tópico “meritocracia” nos llevó a interesarnos en dar nuestras visiones.
En el ideal meritócrata, son “los mejores” quienes deben conducir al resto de la sociedad. Sin embargo, lo que menos recuerdan quienes abordan la discusión es que el término “meritocracia” fue utilizado por primera vez como un término negativo o, al menos, satírico. Fue el sociólogo Michael Young quien lo acuñó en 1958 en “El ascenso de la meritocracia”, en el cual presentaba un futuro distópico en el que el Estado valoraba la aptitud y la inteligencia por encima de todo, seleccionando a los miembros de la élite y olvidando al resto.
En abril de 2009, el profesor de Economía de la Universidad de Cornell Robert Frank publicó una columna de opinión en The New York Times en la que arrancaba recordando que el papel que la suerte tiene en el éxito es mucho mayor que lo que la gente –especialmente, aquella que suele presumir de haber llegado muy lejos– piensa. “Al contrario de lo que muchos padres dicen a sus hijos, el talento y el trabajo duro no son ni necesarios ni suficientes para el éxito económico”, escribía. “Ayuda ser talentoso y trabajar duro, por supuesto, pero hay gente que disfruta de un éxito espectacular a pesar de no tener ni una cosa ni la otra”.
Dos premisas subyacen a esta idea de meritocracia: la gente no es igual (en cuanto a sus aptitudes, no a sus derechos) y los papeles sociales se otorgan a los mejores candidatos para cada uno de ellos. Esta segunda parte es difícil de aprehender, porque es necesario definir qué significa ser el mejor, y eso depende del estado de ideas de la época.
Peter Singer, profesor de Bioética de Princeton, argumentó tiempo atrás en el Times: “Tenemos que reconocer que la gente nace con distintos talentos. La gente talentosa puede trabajar duro para que sus capacidades rindan al máximo, pero sin las capacidades que nuestra sociedad recompensa nadie se alza a la cima, no importa hasta qué punto se esfuerce”. Influye, a la vez, una lotería (como el azar, lógicamente, jugando) biológica, geográfica, temporal, cultural, económica y social. Como se ve, nada es tan sencillo como «solo decidirlo».